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lunes, 22 de septiembre de 2008

Qué cosas

La casa está incómodamente silenciosa. De una forma extraña, casi dolorosa. Por eso, por culpa de ese pesado silencio, no puede concentrarse. Pasa y pasa las hojas sin detenerse en ninguna, ni siquiera ve las fotos. Hasta llegar a la página donde aparece una chica sonriente, que le llama la atención. Tiene veintipocos y mira con ilusión a cámara. Ataúd talla 32, por favor se titula. Y ella sabe que no debe leerlo. Que debe cerrar el suplemento ahora mismo, dejarlo sobre la mesa de la cocina y volver a barrer, que seguramente aún quedarán cristales, que ese vaso era de cristal del malo, del que se hace catorcemil trozos y a ver si van a tener que hacer una escapada a urgencias. Pero no puede evitarlo. Físicamente, no puede cerrarlo y levantarse. Y mentalmente se siente muy agotada como para llevarse la contraria.

Ya sabe lo que va a leer. Va a leer algo que comienza de una forma bastante parecida al transcurso de la tarde. De una forma torpe, brusca y accidental. De la misma forma que ella, medio por preocupación, medio por la acción diurética del café, había abierto la puerta del baño aunque Raquel estuviera dentro. El grifo del agua llevaba sonando un buen rato, como si se estuviera duchando o algo por el estilo, y acababan de comer. Jamás, jamás pudo pensar que la encontraría así. De rodillas sobre el suelo frío de azulejos azules, en ropa interior, con medio cuerpo inclinado sobre la taza del retrete.

“No he vomitado, ¡NO HE VOMITADO!”, juró y perjuró, pero ella había puesto ya el grito en el cielo. “Estás loca, ¿quieres matarte?” contestaba a cada juramento de su hija. Las dos chillaban como locas en el pequeño espacio entre la habitación de Raquel, el baño y el salón. “No, no estoy loca, ¡ESTOY GORDA!” contestó Raquel, y súbitamente, ella enmudeció. Su hija tenía una mueca enfermiza en un cuerpo bastante corriente. Bastante normal. Con las piernas anchas y el abdomen no del todo liso, algunos surcos celulíticos por las piernas y una cintura muy marcada. No estaba gorda. Ni de lejos. Tampoco es que estuviera delgada, tampoco tenía las piernas finas, pero no era un tonel. Nadie pensaría que estaba gorda. Nadie salvo ella.

Y entonces Raquel comenzó a llorar, fue a su habitación, ella fue detrás de sus gritos mientras cogía el vestido nuevo que le regalaron por su cumpleaños y se lo lanzaba a los brazos. Estaba hecho un ovillo arrugado y con marcas de haber sido pisoteado con furia, la etiqueta doblada aún colgando del cuello. “¡Míralo! ¡MÍRALO! ¡ES LA CUARENTA, Y NO ME VALE! ¡NO ME VALE!”

“Pero es que es de lana, y la lana se ciñe mucho. Mira los vaqueros que tienes sobre la cama, son la treinta-y-seis. Además, no es que no te valga, es que no te gusta cómo te queda”, balbuceó nerviosa mientras observaba el vestido. Lana negra, con una silueta bien definida, manguitas cortas y cuello alto. Raquel seguía chillando. Entonces, sin previo aviso, cogió el vaso de agua que tenía sobre el escritorio y lo lanzó contra el suelo. El vaso estalló en mil fragmentos que se diseminaron alrededor de los pies descalzos de su hija, y ella no supo reaccionar de otra forma salvo cruzándole la cara. Raquel se llevó una mano a la mejilla dolorida, enrojeciéndose por momentos tanto por el golpe como por la vergüenza. Y entonces sobrevino un silencio incómodo y pesado.

“No voy a descambiar el vestido” – dijo ella con un tono frío a su hija llorosa -, “porque llevas dando la vara tres meses con él y a ver qué se van a pensar tus tíos. A lo mejor a tu hermana le gusta. Y mucho menos voy a dejarte que lo destroces, que ha costado sesenta euros. Ahora si quieres salir, sales. Ya sabes donde tienes la puerta.”

Y hace unos veinte minutos que se ha ido, y que ella ha ido a la habitación, a sacudido el vestido para dejarlo lo mejor que ha podido y lo ha colgado en su armario, porque su otra hija está en el cine. También ha barrido el cuarto un par de veces, teniendo especial cuidado en no dejarse ningún cristal, pero nunca se sabe. Y hasta incluso ha fregado el baño. Porque se sentía en un estado demasiado acelerado para hacer cualquier otra cosa. Por eso no ha podido concentrarse en ningún artículo hasta ese. Hasta ese de la chica sonriente, que tanto le recuerda a Raquel cuando está contenta, lo que últimamente ocurre pocas veces. Y en ese artículo dicen lo que ella pensaba. Un episodio como el de aquella tarde la chica del artículo lo narra cuando ya había perdido cinco kilos y había decidido dejar la bulimia a partir de ahí. La anorexia, pone, al menos no le hacía daño a la garganta. Y claro que ella teme por su hija. Por eso ha sido tan dura con ella, por eso la ha abofeteado y le ha indicado tan claramente que no le parece motivo suficiente como para destrozarse una vida, el que no le quede bien un vestido. Porque no piensa asumir que su hija vaya a acabar como la chica del artículo, al borde de la muerte. Que vaya a tener vivencias tan mórbidas como para ser escritas debajo de un título así, Ataúd talla 32, por favor, qué cosas. Como si de verdad el físico fuera a darte de comer en un futuro.

Pasa la página con mueca aburrida aunque algo le roe por dentro, pero tampoco piensa admitirlo. Nuevas audiencias, es el artículo de la página siguiente. Habla de un programa de televisión, uno que le gusta a Raquel, en el que critican la actualidad de un modo descarado y sagaz. Suelen echarlo a la hora de la sobremesa, y es bastante bueno a veces. El artículo dice, en general, que aunque no entre en la parrilla de los más vistos los vídeos que se han colgado en Internet y los artículos sobre ellos son de los más descargados en la red, por tanto, es un programa para un público joven que sabe manejarse con los ordenadores.

Qué novedad.

Esa no, claro. Pero sí que lo es la foto que viene al pie de página. Aparece una de las chicas que trabajan en el programa, una modelo que se ha metido a presentar, a hacer de reportera o algo así. Sonríe con una mueca falsamente natural, que solamente puede ser destapada por alguien que ya ha vivido mucho y no se deja deslumbrar por un intento de espontaneidad de alguien que es todo menos eso. Pero la sonrisa le importa poco. Lo que le llama la atención es el perfecto cuerpo de pecho generoso, abdomen liso, caderas redondas y piernas kilométricas envuelto en un vestido corto baby doll negro, de lana. Con manguitas y cuello alto. Es el mismo. Casi seguro.

“Qué cosas”, piensa mientras va a su habitación, dobla el vestido negro y lo mete en la primera bolsa que encuentra, “qué cosas” y saca el ticket que había guardado en la caja donde metía también las facturas, “qué cosas” mientras se viste y se arregla y busca un billete de metro para ir a la estación donde al lado hay una tienda de esa marca.

“Qué cosas”, vuelve a repetirse mientras cierra la puerta. Porque si deja de repetírselo se echará a llorar envuelta en la mortaja de su hija que lleva en la bolsa.

1 % de añadidos y conservantes:

Silvia dijo...

Creo que anter mismo leí el artículo al que te refieres en esta entrada. Y me chocó muchísimo lo de "vomitar daña la garganta, así que directamente no como"

El escrito es genial o.o narras tan crudamente que a veces da hasta miedo, y es que tienes toda la razón del mundo. Las tallas pequeñas son una mortaja para muchas chicas... es algo realmente triste >.<